Cuento

«Tal palo, tal astilla»

 Por Cristina Feijóo   –   Fuente: Página12

De chica me reía mucho por el puro goce del explotarme la risa en las costillas, de sentir dar vuelta la sangre por las venas, descorsetada. Mi madre se quejaba de mí: tanto abrir las ventanas para inundar de sol las estancias y lo que entraba era tierra. Ya debía yo de presentir mi futuro y buscaba apurar la vida a tragos. Las sirvientas protestaban, mi madre rezongaba, pero empañar, no: nada empañaba lo feliz que me estaba con el canto de los pájaros y con el frío de las baldosas en los pies. Que no es de señorita, Pola, me platicaba mi madre, no es de buena educación; pero mis chifladuras la divertían, y a coro se reían sirvientas y señoras, y esa alegría desprejuiciada es la que se apropió del corazón de Santoro Lucas también, aunque él porfiaba que no, que lo que le gustó de mí era cómo lo enardecido y desbaratado se chocaban en mi buen corazón y cómo lo deshacían en lágrimas y cómo en un tris tras me desacataba otra vez contra mi buen corazón. Eran mis lluvias de verano, en las que él se bañaba. A mí él me gustaba por su pelo sedoso y negro, por los canutos de barba que le asomaban nomás de recién afeitado, por su cuello erguido, de profesor, por su a ver, tilingos, de qué les habla esta ley; le rebasaba el entusiasmo y el ánimo de discutir políticas. Nos casamos. Un tiempo vivimos en Córdoba, pero después que nació Vinchuca nos fuimos a Sinsacate; yo no me hallaba en la ciudad. Soy mujer de pueblos.

A Acacia la conocí una tarde en que la canícula no dejaba pensar; como que aquietaba el aire y el tiempo, como que anticipaba un aguacero o el fin del mundo, y en cierto modo esa tarde sucedieron las dos cosas. Salí de la casa, até el caballo al cabriolet y seguí la huella que buscaba el pueblo. No había un alma en los caminos. Por delante, lejos, una figura parecía flotar en las ondas del aire. La reconocí enseguida por la traza; el cuerpo fibroso, flaco, despojado. Supe que era ella, la comidilla del pueblo. Qué no se platicaba de esta mujer: que sabía defenderse a facón, que era de los del anarquismo expropiador, que se la había visto asaltar bancos. Muchos juraban que tenía un hijo con un preso de Bragado, pues si alguien le preguntaba que a adónde se dirigía, se le extraviaba la expresión, clavaba los ojos de gata en el horizonte y decía: adónde habría de ir, pendejo. A Bragado. En verdad, había llegado al pueblo para recobrar fuerzas: iba camino al norte, a los pueblos andinos de la montaña. A la noche, se arrimaba a algún fogón a matear con los peones. Les contaba historias de anarquistas. De los que más platicaba era de Severino y de Durruti, y al cabo suscribía a los peones letrados, si los había, a La Protesta. Puse mi cabriolet a la par y le platiqué que subiera, que se diera una ducha caliente, que mal no le vendría sacarse las sabandijas del cuerpo y hacerse de un sarape nuevo, que se le iban a caer los andrajos en la huella, y mis dichos le hicieron gracia. Se quedó en la casa, descansando de los caminos. Durante esos días salíamos a cabalgar; platicábamos mucho. Acacia me enseñó a sobrevivir en el campo sin nada. Un mundo, que había estado oculto a mis ojos, se me aparecía. Si acaso, asomé la cabeza por fuera de mi celda y vi su anchura y me entró como una sed nueva. Un día, Santoro Lucas me mandó llamar a su despacho, como si yo fuera una extraña. ¿Y a ti qué te arde?, le inquirí, pues nunca le había visto malquistado conmigo. Me pidió que despidiera a esa mujer. Me negué. Me exigió obediencia. Me le planté. Me suplicó y me rogó, “Pola, Polita, he visto que esa mujer lleva pegada tu desgracia”. Cedí. Me despedí de Acacia, pero un año después me marché de Sinsacate. Ya no me hallaba en el pueblo, ni en mi vida, ni en mí. Santoro Lucas se avino, pues hasta él me desconocía; nos habíamos vuelto ajenos. Para ese entonces Vinchuca, mi hija, tenía siete años. Me fui a Buenos Aires y estudié filosofía. Santoro Lucas se volvió a casar con una prima mía y Vinchuca, que quería de antes a su madrastra, se avino enseguida.

No volví los ojos hasta el recodo a dos leguas de la casa, cuando ya nomás se habían perdido de vista sus muros y sus árboles añosos. Y ésa es la imagen que llevo guardada de mi hogar, porque no he podido volver. Cuando llegué a Buenos Aires busqué el paradero de Acacia en la dirección que me había dejado. No por esperanzas de encontrarla en ese sitio, que ella nunca permanecía, sino por no tener yo otro lugar adónde ir. Llamé a la puerta; estaba entreabierta por un gato que se hallaba sentado ni adentro ni afuera. Me agaché a mirarle los ojos, que los tenía celestes, y me dije tiene que ser el gato de Acacia, que para qué quiere un gato con los ojos color de miel si para eso está ella, y sola me reía y le platicaba al animal; luego unos ronquidos salieron de adentro y me picó la curiosidad. Me asomé y en el sillón de la sala, de espaldas a mí, vi durmiendo a un joven tan delgado que no me pareció que de ese pecho pudieran salir semejantes truenos. Me reí sin tino; de chica me vienen reconviniendo por mi desmesura sin lograr que la corrija. El joven despertó por mi culpa, se sentó en el sillón, se restregó los ojos y tomó los cigarrillos del piso. Me ofreció uno, lo rechacé, me ofreció una soda, y como sed tenía por lo largo del viaje, acepté y me senté en el sillón que él había dejado vacante. Nomás volver de la cocina con la soda se me puso a hablar por los codos, y yo no me quedé atrás, pues había aprendido el arte de la charla en las galerías cordobesas, y porque me gusta hablar y muy pronto se nos hizo la noche, y qué torpe, dijo Roque, que así se llamaba el amigo de Acacia, te mostraré tu cuarto, porque te quedas, ¿verdad? Al menos por esta noche, luego ya veré, dije. Y fueron meses o años, que acá el tiempo… Nomás parecía que nos conocíamos de toda la vida y que nos leíamos los pensamientos. Al día siguiente no me contuve y me di a sacudir almohadones, plumerear y poner orden en esa casa desbaratada y como a punto de deshabitarse cada día, pero ni modo, que a ella caía cuanto destanteado andaba por la ciudad. Es que Roque los atraía, le daba por alegar sobre el ser, sobre la nada, sobre la coloratura de las corcheas, la teoría del bing bang. Vivía como escritor de notas culturales mal pagas, metido hasta el cogote en libros y revistas, fiestero, enamoradizo, de frágil corazón de mujer y pasión revolucionaria que compartí pues ya venía contagiada por Acacia. Él me regaló la cámara de fotos de su difunto padre. Me dijo que yo sabía mirar, y que además, sabía ver. Así, me hice fotógrafa de las notas culturales que Roque escribía, y luego de retratos, de calles, de plazas, de personas. De la mano de Roque conocí a teatreros, plásticos y artistas. Quien más quien menos, revolucionarios. Roque y yo éramos compinches de alma. Él tenía un hermano comunista. Roque lo idolatraba, pero Dámaso, que así se llamaba el hermano, lo tenía por flojo para el trabajo y por pervertido, y llegó a nombrarlo puñetero marica. Así le acusó un día y Roque tragó saliva y bajó la cabeza por no pegarle, y no quiso verlo más, pero lloraba de puro echarlo de menos. Yo no soy de echar de menos, y ni aún a mi Vinchuca la eché de menos en su día, pero a él aun hoy me digo caray, qué bien si lo viera al Roque y lo mismo me digo de Acacia. Que la extraño. Debe ser la falta de cuerpo, que exacerba el recuerdo. Cuando lo veía triste a Roque por el hermano o por un mal de amores, le hacía de payaso y le contaba mis chistes cordobeses y él a doblarse de risa; nos perseguíamos por la casa a pellizcos y a gritos. Después se alzó en armas la milicada y se acabó el mundo. Se llevaron a todos los amigos y se me hace que a todos los mataron, no sé si quedó alguno de ellos, aunque ya de mucho antes nadie aparecía por la casa, que estaba muy quemada, y una noche vinieron por nosotros. Y es el día de hoy que seguimos desaparecidos, Roque y yo. A él lo mataron a golpes gritándole puñetero marica. Si se enterara Dámaso no podría con su alma. Sé que nos anda buscando. Aquí todo se sabe. Desde que se enteró que nos llevaron lo remuerde la conciencia y hasta reniega de sus compañeros comunistas y remueve cielo y tierra en secreto. Pobre Dámaso, ya no puede hacer por nosotros pero igual que lo hace por él. Desde donde estoy lo miro ir y venir a su kiosco en la recova con su pierna mala, ayudando a los que penan por culpa de la contrarrevolución, y me digo que ojalá Roque se le haya aparecido, yo no sé dónde lo han mandado a Roque; verlo no lo he visto, aunque no nos vemos casi con nadie, andamos cada uno vagando en lo suyo, perdidos mayormente de todo, como si esperáramos, nosotros también, que algo pase. Aquí las noches están pobladas de ánimas. Si tú vieras el gentío de ánimas que andan sueltas por la calle. En cuanto oscurece comienzan a salir. Y a nadie les gusta verlas.

No bien acabó el secundario, Vinchuca se marchó de Sinsacate. Nada hizo su padre, Santoro Lucas, por evitarlo, acaso porque ese día se hallaba en sus sueños. Nomás le ofreció dinero, que su hija no aceptó. En Buenos Aires, Vinchuca rastreó, olfateó y ensoñó caminos, segura de encontrar a su madre, Pola. No la halló, pero creyó dar con sus desvariados rastros. Que estaba con los de la revuelta, que se había marchado al interior, que se avecinaba en el barrio de Caballito, que andaba por Lanús, puras habladeras y decires que desorientaban a Vinchuca. Al cabo se dijo que nomás la encontraría si dejaba de buscarla. Se conchabó en una lencería y rentó cuarto en una pensión de Boedo y ahí conoció al flaco Eduardo, que vivía en otra pensión, puerta por medio de la lencería. El flaco tenía un catre, una silla apolillada, una mesa de patas chuecas y un aguamanil en ese cuarto y nunca supo qué vio su Vinchuca en él, aindiado como era y quiscudo, de dientes caballunos y hablar alrevesado. Su modestia infinita, que lo había hecho indiferente a romances y lisuras, lo alejó de vanidades. Nunca tuvo más que dos mudas de ropa a la vez y a más, poco lavadas. Por los tiempos en que conoció a Vinchuca andaba por los veinte y era ya buscado por revoltoso, pos que había parado un tren en plena marcha cuando la huelga. Como su padre, era ferroviario, como sus hermanos también, pero no llegó a maquinista por aquello de la huelga, que ellos sí llegaron. Lo botaron a los diecinueve. Era de natural tranquilo, paciente como todo indio, levantisco como todo indio, sí, si se encopaba, que en esos menesteres medio que se le daba vuelta el alma. Ya no, porque en estos lugares, ya no; ni dónde que habría. Cuando lo lanzaron a la calle nomás se fue del barrio y se quedó pacífico, que se le daba naturalmente. Trabajó de electricista, plomero, albañil; de qué no; en sus horas vacantes leía una y otra vez sus libros de los barbudos marxistas, las viejas revistas socialistas y sus novelas. Con Vinchuca se saludaban de verse, nomás de educados, y un día se hallaron los dos esperando en la puerta. Él a que su patrona, una polaca blanca como la leche, terminara de baldear el patio; Vinchuca a que la dueña de la lencería, atrasada por un mal de barriga, le habilitara el negocio. Vinchuca nunca se aguantó mucho rato sin platicar y ya estaban que esto y que aquello, más que nada era ella quien hablaba, y sería por algo que le vio en los ojos, según dijo después, que le preguntó si leía, y el flaco le dijo que leía y con ganas, y que era eso lo que hacía en sus horas vacantes, y Vinchuca abrió mucho los ojos por el asombro y le inquirió que qué tenía de bueno eso del tanto leer cuando había tanto por hacer. El flaco le ofertó aquella novela, El banquete de Severo Arcángelo, que a Vinchuca la impresionó mucho. Los viejos chismes de las galerías cordobesas le parecieron nada al lado de los cuantiosos inventos de las novelas y no tardó en apasionarse de los libros. Es que Vinchuca se apasionaba por todo lo que valía, de tanta vida que le corría por dentro. Muy pronto se amanecieron en el umbral discutiendo personajes, y que tal y tal y tal y hasta se emperraban por ver quién tenía la razón, quién conocía o quería mejor a los personajes. Por esos tiempos el flaco andaba con una moto destartalada a la que le había adosado un sidecar que armó con chapas viejas. En el sidecar llevaba las herramientas, la vianda, las revistas y libros para leer mientras comía en las casas donde lo conchababan. Un sábado, en que volvía medio encopado en la moto, el sidecar se estrelló contra unos trastos empalmados al cordón de la vereda, y su pierna se enroscó, se le incrustaron unos fierros y la partieron. Estuvo cuarenta días y cuarenta noches en el hospital y Vinchuca lo visitó los cuarenta; llegaba con libros y emparedados de mortadela o salame, que al flaco le apetecían la mar. Del hospital salió rengo, y rengo se quedó. Lo primero que hizo fue reparar el sidecar, mientras Vinchuca le leía. Ya se le había agrandado tanto el interés por la lectura que le platicó que ahorita quería aprender a pensar, y aunque el flaco no entendió qué mentaba con eso se le figuró que tal vez alrevesaba las cosas por no verlas y cuando hacía eso Vinchuca era que ella misma no sabía, de ahí que cuando se anotó en Filosofía y Letras y volvió a platicarle al flaco que era por el saber y el saber pensar, él se la quedó mirando por ver si era jarana, y a ella se le colorearon las mejillas. Y entonces el flaco comprendió que, más que pensar y saber, Vinchuca andaba otra vez tras los rastros de Pola. La noche que volvió de la reunión de los alzados estaba como hechizada y lo aturdió platicándole por los codos. Que el pueblo, que la fuerza, que la pasión, que la patria, que los pobres, que el destino, y no sé cuántas palabras le endulzaban la boca. Como que entendió a su madre, como que quiso enamorarse de las palabras que Pola diría; sería para tenerla más cerca. Las tonteras que decía Vinchuca, que mira flaco, que soy un calco de mi madre, que desde la cuna me lo han dicho, y más se le chamuscaba el corazón de la alegría de parecerse a Pola. Llegaba cargada con sus papeles peronistas y el flaco le pasaba sus viejas revistas socialistas y así se entendían. Contagiada de sus bríos, él volvió con los suyos. Como antes habían platicado de personajes ahora platicaban de políticas, programas, estrategias, hasta que la hora se apelmazaba de sueño. Al cabo que empezaron a quererse sin dejar resquicio y sin notar más cambio que el calor de los cuerpos en la noche y así un día la barriga de Vinchuca se hizo grande, redonda y en la oscuridad le brillaba su punta como otra luna. Nació Danito. Al cabo la cosa se puso fea sin límite y los uniformados masacraban a todo dar. La milicada trepó al gobierno, y desde allí a dar duro a los revolucionarios y sus familias. A todos los que se pusieran en el camino y los que no se pusieran también, por si las moscas. A Vinchuca la agarraron en una reunión y fue a dar a un penal. La tuvieron dos años; el flaco se quedó con Danito. En conocerla a Vinchuca la imaginaba dando bríos a las compañeras hasta que salió. Se reunieron, y al poco platicaron de irse a Córdoba, a ponerse de campesinos o aldeanos, y eso hicieron pero volvieron a las andadas, se hicieron campesinos revolucionarios, cortadores de alambrados y al poco a Vinchuca la atraparon, pero volvió a salir. Por unos días regresaron a la casa de Boedo, hasta que los apuró la prudencia y se largaron. Anduvieron separados para no ser blanco fácil, mientras buscaban salir del país. Vinchuca desapareció una noche, en un hotel de la frontera, y ya no volvió. Con los años el flaco supo que en lugar al que la llevaron fue que se encontró con su madre, Pola. Al cabo que se reunieron, sería por lo mucho que la buscó Vinchuca. Para bien o para mal no les dieron el destino final el mismo día; tal vez les hubiera sido de consuelo, pero la gorda Delia, hermana del flaco, le dijo no seas burro, flaco, que mejor les ha sido creer que la otra seguiría con vida. Al cabo que no importa porque todos, muertos o vivos, seguimos.

El cuento por su autor

Fuente: Página12

A comienzos del año pasado, en un contexto sociopolítico tan diferente del actual, terminé una novela situada en la cárcel de la última dictadura. Mi intención era explorar en ella la esencia de lo que vivimos las mujeres presas en ese lugar de represión física y simbólica en el que el espacio y el tiempo, el afuera y el adentro se fundían en un solo plano de “realidad irreal”. No me interesaba, en la trama, abrumar con las rutinas ni las descripciones de lo cotidiano, sino abordar las líneas de fuga: las historias de las mujeres encerradas cohabitando con las historias de los que eran secuestrados y asesinados afuera. Las noticias nos llegaban semana a semana. Desaparecidos y muertos integraban nuestro imaginario, así como las cartas que recibíamos de nuestras familias hacían de todas las familias una sola. Y como lo mío es esa forma de verdad de la mentira que desde los griegos llamamos ficción, se me fue armando en el alma, en la pantalla del monitor, en la cabeza y finalmente en el papel una novela donde el tránsito entre vida y muerte se difumina y decenas de historias enlazan unas vidas con otras. Consciente de correr todos los riesgos –un absurdo sinsentido me acechaba en cada párrafo–, salí en busca de auxilio y lo encontré en el recuerdo –y las tantas relecturas– de aquel libro extraordinario de Juan Rulfo que es Pedro Páramo. En ese mundo donde la muerte y la vida son casi inescindibles, la voz de Damiana Cisneros guió a Leonora, mi disfuncional narradora, aunque pagué un precio: me costaba demasiado desprenderme de ciertos giros y expresiones en las partes en las que, según Damiana, actuaban y actúan los que están del otro lado. Corregía, argentinizaba por así decirlo. Hasta que un día me pregunté por el porqué de tanta prolijidad, y dejé el texto como estaba, con esas mejicaneadas que seguramente no engañan a nadie, que no quieren ser más que homenaje a ese amigo que nunca conocí, a Rulfo. Como tantos, creía que la desaparición forzosa ya era parte de una realidad histórica consensuada, superada la etapa en la que emergía principalmente como objeto de denuncia; me equivocaba. Sin embargo, aun en medio de este tiempo canalla en que lo pérfido del negacionismo quiere hacer desaparecer de nuevo a los 30.000 compañeros desaparecidos, todavía me embarga aquella percepción carcelera que me decía que están entre nosotros más que nunca. Para qué decir que La hora del silencio –la larga ficción de la que bajo el título de “Tal palo, tal astilla” he recortado las dos historias que junto en el cuento–, es una novela argentina, que habla a su modo de la persistente memoria argentina; no creo que para ello sea preciso apelar de continuo a las formas de nuestro coloquialismo: basta con no simular credulidad ante la estupidez entronizada como revolución de la alegría por aquellos que sí están del todo muertos, y ni siquiera lo saben.